No sé cuantas veces me
pude repetir la frase, “no juzgarás, no juzgarás…” Y aunque ésta no fue
la primera, es la primera de la que escribo, por eso X.0. y no 1.0 ó 2.0…
En fin, NO JUZGARÁS.
En la pediatría hay
muchas visitas, los fines de semana sobretodo. Mucha gente que vive por allí,
que admira y colabora con el Padre Hugo, visitan a los niños, al padre, a
los voluntarios que allí estamos y gustan de tomar algo o aprovechar para
llevar algún regalito.
Así fue como un
sábado, en una de mis bajadas a la zona de voluntarios, coincidí con él.
Preparé un café con los restos que nos quedaban, intentando como siempre que
saliera el mejor de los cafés. Disfrutar en un momento de descanso de una taza
de café italiano, en ese patio con vistas al valle frondoso, es una
pequeña dosis de confort, una pequeña burbuja dentro de ese caos del que sales
un momento para volver un ratito después; y cuando las circunstancias lo
permiten, se disfruta de una manera muy especial.
Él aceptó gustoso mi
invitación. Su rostro mostraba una simpatía de las que gustan y hacen
sentirse gemütlisch (una de mis palabras favoritas en alemán y
que significa algo así como cómodo). Enseguida empezamos a hablar de la vida en
el Congo. Cada persona que conocía que vivía allí me hacía sacar el montón de
preguntas que se iban acumulando en mi interior: cómo llevas la vida aquí, a
qué te dedicas, cómo haces para no volverte loco en este país, en el que en tan
sólo un par de semanas se me habían revuelto las entrañas de una manera que no
conocía hasta entonces…
Cualquier persona a la
que le mostraba este mar de dudas (acompañadas de mi más profunda admiración)
me respondía con una intensidad que se correspondía perfectamente con mi
inquietud. Lo que me dejaba claro lo difícil de vivir en un lugar así, y lo que
nos hacía cómplices de la barbaridad que se vive estando allí.
Él era sudamericano,
no recuerdo exactamente de dónde, así que el idioma también estaba de nuestra
parte en este entendimiento. Me contó que trabajaba para Naciones Unidas, lo
que me hizo mostrar mi admiración una vez más. Y mientras seguimos charlando
distendidamente, compartió conmigo los consejos que le dio la persona a la que
él fue a sustituir en su puesto de trabajo un par de años atrás.
Lo primero: distinguir
bien entre tus horas de trabajo y tu tiempo libre. Es necesario dedicarse un
tiempo para uno mismo, y aquí es difícil. Me sentía tan identificada...
Y lo segundo: tener un
hobbie, cualquier afición es buena. Él había empezado a pintar. Le agradecí sus
consejos.
Ese café, con esa
pequeña charla, ese compartir experiencias y brindar sus consejos, me hizo
mucho bien. Como lo hacía cada una de mis charlas con todo aquel que se cruzaba
por mi camino y que parecía comprender perfectamente mi estado de ansiedad, de
shock brutal, generado por la impotencia y la rabia que sentía desde que
llegué.
Él, además, (y como
tantos otros allí) mostraba ese nosequé que nos une a los “de
fuera”; ese querer hacerte las cosas más fáciles allí, dentro de sus
posibilidades, y su persona delataba una bondad y simpatía que me cautivaron.
Fue un placer.
Un par de días
después, supongo que recordando este momento y este personaje tan amable, le
pregunté a una amiga de allí (que llevaba mucho más tiempo) por él. No
recordaba su nombre, pero sobretodo, “me dijo que trabajaba para la ONU, pero
sabes en qué exactamente”?
- Comercial de armas,
Pachús.
Creo que las lágrimas
en mis ojos hablaron por mí. Él es bueno. Eso ya lo había visto, ya lo sabía.
- Alguien tiene que
suministrar armas a los cascos azules, añadió.
Claro.
La conclusión una vez
más: En que puto mundo vivimos? En qué maldito momento el ser humano dejó de
ser humano?
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